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viernes, 10 de abril de 2009

En esta esquina... todo un clásico:





EL ALBAÑILITO RODRÍGUEZ

Artista invitado:
El Macuarro


Guirnaldas, serpentinas y confeti. El campeón ha vuelto al barrio después de defender su corona en Los Ángeles ante un gringo valeverga que no le duró ni tres raunds. Los vecinos se organizaron para barrer toda la cuadra desde muy tempranito y sus cuates de la vecindad, que son los que lo conocen desde que era chico, limpiaron y regaron el patio, para que no se levante la tierra, pusieron farolitos de papel, desos que llevan un foco adentro, en las puertas de todas las viviendas, colgaron globos, arreglaron a la virgencita que está en el zaguán (le cambiaron las flores viejas y le pusieron veladoras y tiritas de papel de china tricolores), y en la mera entrada de la vecindad colgaron una manta que dice: “Bienbenido a Casa Campeon”
Mustang convertible, lentes oscuros, traje sport. El fino estilista tepiteño, El Albañilito Rodríguez, terror de los minimoscas y héroe del Fórum, desciende del auto y recibe el homenaje: aplausos, besos y flores, de sus exvecinos.
Carnitas, chicharrón y pulque. La coperacha había sido rigurosa y nadie se hizo del rogar. El que más y el que menos aflojaron de perdida sus cincuenta pesitos para recibir dignamente a su invencible representante ante los foros mundiales. En un rincón del patio, un chavito fue comisionado para espantar las moscas que intentaban posarse sobre las mesas llenas de suculentos platillos. Los vecinos aplauden entusiasmados cuando el campeón inicia el banquete masticando sabrosamente un buen pedazo de chicharrón. Nomás tus chicharrones truenan Juanito, le grita Simón el zapatero del dos, mientras se limpia discretamente una lágrima al recordar con ternura cómo nalgueaba, sin que sus padres se enteraran, al ahora orgullo del barrio cuando éste apenas era un escuincle latoso que al menor pretexto se peleaba con los chamacos más chicos.
Arroz, mole poblano y frijoles refritos. La comadre Chentita distribuye generosamente los platos colmados, cómanle mijitos ora que hay modo, al mismo tiempo que recibe con gran modestia los elogios generales por sus sabrosos guisos.
Agua de horchata, de jamaica y también, ¿por qué no?, coca cola, para hacernos unas cubitas, ¿verdad compadre?, porque claro que también hay ron, mezcalito y brandy, ¡Presidente, qué derroche! Usté chúpele compadrito, después discute, y además tequila, limón y sal, ¡salud!
Guitarras, coros y emoción. El bravo peleador no se hace del rogar y demuestra que con su voz también las gasta, al entonar de su ronco pecho sentidas canciones que hablan por sí solas de la esencia de su pueblo, como diría un conocido comentarista. Bien plantado, con las piernas muy abiertas como retando a medio mundo cual gallito de pelea, abrazado de José Apolinar Sánchez, mejor conocido como el Macuarro, su querido amigo de la infancia, y sosteniendo con la mano en alto su sexta o séptima cuba libre, qué caray.
Tocadiscos, alegría y salsa. Tan pronto como anochece se retiran mesas y sillas y se abre un buen espacio para que todos puedan demostrar sus grandes dotes de danzantes. Al impulso de esa música tropical y bullanguera, la pequeña pista se llena de entusiastas bailarines entre los que destaca, como ya es de suponer, el invicto boxeador. Al terminar cada pieza, las muchachas lo rodean de inmediato, el precio de la fama, y él se ve forzado a elegir a alguna. Ya ha bailado con la guapa Carmela, la del catorce, con las gemelas Godínez y hasta con la gordita y frondosa Conchita que parece que trajera un niño entre sus brazos cuando estrecha al pequeño gladiador. Pero ahora él ha puesto los ojos en una muchacha muy especial: Gisela, la flaquita del dieciocho, que en toda la noche no se ha despegado del Macuarro.
Con la agilidad de piernas que ha causado la admiración de propios y extraños, escapa graciosamente de las chicas que lo asedian, y dirigiéndose al rincón donde la parejita se hace arrumacos y ojitos, solicita amablemente a su amigo que, como cuates, le ceda a su acompañante durante la próxima pieza. Cómo no, manito, faltaba más.
Música, ritmo y alcohol. ¿Qué le pasa al campeón? Tal vez las copas ya le estén haciendo efecto después de tantos obligados brindis con cuates, parientes y vecinos (el gran deportista no fuma, como es de todos sabido, por aquello del aire en los combates largos). Mírenlo nomás. Abraza a la flaquita con demasiado ardor y se agarra a ella como si no pudiera sostenerse solo.
El Macuarro los mira, prendiendo cigarro tras cigarro, desde la oscuridad de su rincón: pero como pasan cumbias, salsas y danzones y su novia no le es devuelta, decide ir en su rescate.
Gritos, aventones y mentadas. El destacado deportista ha abusado demasiado, qué gandalla, ¿no?, y el joven pandillero así se lo dice, ¡ya, pos qué delicado! La opinión está dividida, pero en medio de los empujones y alegatas de uno y otro bando, se impone la cordura de Don Simón el zapatero: que se echen un tiro.
Una bola de madrazos lo decide todo. El fin de fiesta será memorable y la gente se anima ante la perspectiva de una exhibición de su ídolo, al fin y al cabo de eso es de lo que se trata. ¡Vengan a ver cómo el campeón le parte la madre al vago del catorce! Mientras tanto Gisela, la flaquita, desempeña su papel a la perfección, y parada frente a los contendientes, tomándose las manos, nerviosa, pequeña y modosita, promete con la mirada que será para el triunfador.
Amagues, fintas y bailoteo. En el improvisado ring, donde los excitados vecinos delimitan el cuadrilátero, los ex amigos se preparan para la lucha. Veánlos ustedes. El campeón se pone en guardia en el clásico estilo que lo ha hecho famoso, esa guardia impenetrable que ha probado su invulnerabilidad ante los mejores exponentes del boxeo mundial, en la que la izquierda aguarda amartillada para asestar el golpe demoledor que le ha dado tantos éxitos. En cambio su furris adversario se limita a bailotear levantando mucho polvo con sus gruesos zapatones de suela de tractor y rehuyendo una pelea frontal. ¿Quién le dijo que se podía pelear con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, dejando al descubierto las partes vulnerables y mentándole la madre a su oponente de esa manera? El as de los enlonados se dispone a darle una lección de lo que es el boxeo llevado hasta sus más altas posibilidades.
Pero cuando el campeón considera que ha estudiado lo suficiente a su adversario y se lanza en pos de una victoria segura, un perro, probablemente excitado por la gritería, se mete al cuadrilátero interponiéndose entre los rijosos decidido a ser el réferi del combate. Salta y mueve la cola delante del Macuarro, juguetón el perrito de la portera, ¿verdad?, pero le ladra furioso, desconociéndolo, ¡sáquese pinche perro!, al famoso boxeador, que tiene que tirarle dos o tres patadas, entre las carcajadas de los vecinos, para que lo deje en paz.
Bulla, relajo y desmadre. Así no se puede, dice el desconcertado peleador, ya ni la chingan. Este no es un pleito serio, porque cuando él se detiene un momento para tomar aire, buscando el refugio de las cuerdas en su rincón neutral, son las manos de los vecinos las que lo empujan riendo festivamente, los muy ignorantes, para que vuelva al ataque. No hay campana que marque el final del raund ni lo esperan los eficientes séconds para refrescarlo en algún cómodo banquillo. Los potentes reflectores ora sí que brillan por su ausencia, suplidos por estos absurdos farolitos, y además los pies no se apoyan como debieran en esta tierra suelta, y los zapatos, de piel de potrillo canadiense, regalo de una admiradora, se resbalan allí donde la tierra se hizo lodo por el vómito de un borracho. Definitivamente, así no se puede.
El maestrito de los barrios voltea hacia los espectadores para reprocharles su actitud y exigir el final de la pelea, ai que muera, ¿no? Cómo va a poder seguir si cada vez que avanza hacia su rival éste tira patadas, lo escupe y hasta se quita el cinturón, con esa hebillota que tiene, para mantenerlo a raya. Mejor que siga la fiesta.
Ni madres. Imprudencia, descontón y fin de fiesta. El Macuarro ha encontrado su oportunidad. Con total determinación se lanza sobre el descuidado peleador. Cabezazo, patada en los güevos y suelo.
El campeón está tirado y el Macuarro, con la generosidad del triunfador, se abstiene de seguirlo pateando. Pasa un brazo posesivo sobre los hombros de su novia y se retira con ella hacia el fondo del patio. Ah, qué buena onda.
Los vecinos se dispersan comentando el resultado de la pelea, las mamás llaman a sus chamacos y los meten a empujones en sus casas, Don Simón el zapatero invita a sus cuates a seguir la borrachera y se van en busca de sus botellas, la comadre Chentita recoge sus cazuelas y algunos farolitos empiezan a apagarse mientras las voces de los borrachos que van cantando se pierden a lo lejos.
El Albañilito Rodríguez, el fino estilista tepiteño, se levanta del suelo con los ojos vidriosos y sale a tientas del oscuro patio. A su coche le han robado los tapones y el radio, pero llega a tiempo de espantar a un perro que se está meando en una llanta. Antes de arrancar, le echa una última mirada al letrero que está colgado en el zagúan. A ver cuándo me vuelven a invitar.
de El Albañilito Rodríguez, Editorial Universo, México 1980, 1983.

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