jueves, 7 de mayo de 2009

Chiste de cantina



Orinita vengo, dijo el Chatanuga
tan chistoso y alburero como siempre,
mientras nosotros pedíamos las otras,
y al rato regresó diciendo
que se habían echado un pedo en el baño.
No mames, le dijimos, qué tiene de raro, eso es normal.
Se lo echaron pero a cuchilladas, contestó,
y todos soltamos la carcajada
y escondimos nuestras manos
manchadas de sangre
bajo la mesa.

lunes, 4 de mayo de 2009

Aquí nomás de hablador




¿Se imaginan lo que es estarse un domingo encerrado toda la tarde? Con el televisor descompuesto, el tocadiscos empeñado y sin tener siquiera un pinche quinto, ya de perdida para invitar a Conchita la del dos a ver la que pasan en el Mariscala. Porque claro, como de costumbre la quincena nada más me duró una semana y parecía que faltaban siglos para el día de pago. Pero ustedes ya han de haber pasado por todo esto, ¿verdad?, así que para qué les voy a amargar el rato.
Pos ya saben, así andaba yo, como león enjaulado, parriba y pabajo y ya se me hacía chiquito el cuarto, pero lo que más me desesperaba era lo silencioso que estaba el edificio. Carajo, ni siquiera se oían gritar los escuincles de la portera que son bien chillones. Por eso mejor agarré mi chamarra y que me salgo para la calle.
Y ai me tienen, camine y camine como pinche loco, parándome de repente a ver las carteleras de los cines que pasan puras películas de esas pornográficas, ¿así se dice?, o para mirar, con ganas de llegarles, a las chamacas que pasaban meneándolas mucho, aunque ya sabía que sin dinero nomás no hay de piña.
Bueno, el caso es que me aventé, así a pata, desde las calles del Carmen, que ahí tienen su casa, hasta el Caballito que es donde empezó a llover. Uta madre eso sí fue el colmo. Ya era de noche y de pronto se quedaron las calles vacías. Y yo allí, en pleno Reforma, con el humorcito que me cargaba, chorreando agua como un imbécil y parado debajo de una cornisa que ni me tapaba nada, esperando que se quitara la lluvia o quién sabe qué cosa.
Pero no se aburran que aquí viene lo bueno. En esas estaba cuando ai tienen que salió un coche derrapándose por la glorieta y zas pum ¡mocos!, que llega y se estrella contra un poste a un lado de donde estaba yo. Me escapé apenas por un pelito, y todavía no me reponía del susto cuando oí que alguien se quejaba. Me acerqué y vi a un hombre que salía arrastrándose de entre los restos del coche, que no había quedado ya ni pa chatarra.
Estaba fregado el cuate este, todo lleno de sangre y con un fierro del coche enterrado en la barriga. Se quejaba muy quedito, pero cuando vio que me acercaba comenzó a dar tremendos gritotes el pinche maricón, quién sabe qué me notaría en la cara. Yo entonces voltié pa todos lados, para asegurarme de que no viniera nadie, y agarrando el fierro que traía clavado, se lo hundí más en la panza hasta que dejó de gritar y se quedó quieto. Luego fui corriendo a llamar una ambulancia y me estuve ahí bajo la lluvia hasta que llegaron a recoger el cadáver. “Ha de haber andado borracho”, le dije a unos de los camilleros y me fui para mi casa en el momento en que dejaba de llover, evitando a las viejas que me salían al paso en todas las calles oscuras. Esa noche dormí muy a gusto.

viernes, 10 de abril de 2009

En esta esquina... todo un clásico:





EL ALBAÑILITO RODRÍGUEZ

Artista invitado:
El Macuarro


Guirnaldas, serpentinas y confeti. El campeón ha vuelto al barrio después de defender su corona en Los Ángeles ante un gringo valeverga que no le duró ni tres raunds. Los vecinos se organizaron para barrer toda la cuadra desde muy tempranito y sus cuates de la vecindad, que son los que lo conocen desde que era chico, limpiaron y regaron el patio, para que no se levante la tierra, pusieron farolitos de papel, desos que llevan un foco adentro, en las puertas de todas las viviendas, colgaron globos, arreglaron a la virgencita que está en el zaguán (le cambiaron las flores viejas y le pusieron veladoras y tiritas de papel de china tricolores), y en la mera entrada de la vecindad colgaron una manta que dice: “Bienbenido a Casa Campeon”
Mustang convertible, lentes oscuros, traje sport. El fino estilista tepiteño, El Albañilito Rodríguez, terror de los minimoscas y héroe del Fórum, desciende del auto y recibe el homenaje: aplausos, besos y flores, de sus exvecinos.
Carnitas, chicharrón y pulque. La coperacha había sido rigurosa y nadie se hizo del rogar. El que más y el que menos aflojaron de perdida sus cincuenta pesitos para recibir dignamente a su invencible representante ante los foros mundiales. En un rincón del patio, un chavito fue comisionado para espantar las moscas que intentaban posarse sobre las mesas llenas de suculentos platillos. Los vecinos aplauden entusiasmados cuando el campeón inicia el banquete masticando sabrosamente un buen pedazo de chicharrón. Nomás tus chicharrones truenan Juanito, le grita Simón el zapatero del dos, mientras se limpia discretamente una lágrima al recordar con ternura cómo nalgueaba, sin que sus padres se enteraran, al ahora orgullo del barrio cuando éste apenas era un escuincle latoso que al menor pretexto se peleaba con los chamacos más chicos.
Arroz, mole poblano y frijoles refritos. La comadre Chentita distribuye generosamente los platos colmados, cómanle mijitos ora que hay modo, al mismo tiempo que recibe con gran modestia los elogios generales por sus sabrosos guisos.
Agua de horchata, de jamaica y también, ¿por qué no?, coca cola, para hacernos unas cubitas, ¿verdad compadre?, porque claro que también hay ron, mezcalito y brandy, ¡Presidente, qué derroche! Usté chúpele compadrito, después discute, y además tequila, limón y sal, ¡salud!
Guitarras, coros y emoción. El bravo peleador no se hace del rogar y demuestra que con su voz también las gasta, al entonar de su ronco pecho sentidas canciones que hablan por sí solas de la esencia de su pueblo, como diría un conocido comentarista. Bien plantado, con las piernas muy abiertas como retando a medio mundo cual gallito de pelea, abrazado de José Apolinar Sánchez, mejor conocido como el Macuarro, su querido amigo de la infancia, y sosteniendo con la mano en alto su sexta o séptima cuba libre, qué caray.
Tocadiscos, alegría y salsa. Tan pronto como anochece se retiran mesas y sillas y se abre un buen espacio para que todos puedan demostrar sus grandes dotes de danzantes. Al impulso de esa música tropical y bullanguera, la pequeña pista se llena de entusiastas bailarines entre los que destaca, como ya es de suponer, el invicto boxeador. Al terminar cada pieza, las muchachas lo rodean de inmediato, el precio de la fama, y él se ve forzado a elegir a alguna. Ya ha bailado con la guapa Carmela, la del catorce, con las gemelas Godínez y hasta con la gordita y frondosa Conchita que parece que trajera un niño entre sus brazos cuando estrecha al pequeño gladiador. Pero ahora él ha puesto los ojos en una muchacha muy especial: Gisela, la flaquita del dieciocho, que en toda la noche no se ha despegado del Macuarro.
Con la agilidad de piernas que ha causado la admiración de propios y extraños, escapa graciosamente de las chicas que lo asedian, y dirigiéndose al rincón donde la parejita se hace arrumacos y ojitos, solicita amablemente a su amigo que, como cuates, le ceda a su acompañante durante la próxima pieza. Cómo no, manito, faltaba más.
Música, ritmo y alcohol. ¿Qué le pasa al campeón? Tal vez las copas ya le estén haciendo efecto después de tantos obligados brindis con cuates, parientes y vecinos (el gran deportista no fuma, como es de todos sabido, por aquello del aire en los combates largos). Mírenlo nomás. Abraza a la flaquita con demasiado ardor y se agarra a ella como si no pudiera sostenerse solo.
El Macuarro los mira, prendiendo cigarro tras cigarro, desde la oscuridad de su rincón: pero como pasan cumbias, salsas y danzones y su novia no le es devuelta, decide ir en su rescate.
Gritos, aventones y mentadas. El destacado deportista ha abusado demasiado, qué gandalla, ¿no?, y el joven pandillero así se lo dice, ¡ya, pos qué delicado! La opinión está dividida, pero en medio de los empujones y alegatas de uno y otro bando, se impone la cordura de Don Simón el zapatero: que se echen un tiro.
Una bola de madrazos lo decide todo. El fin de fiesta será memorable y la gente se anima ante la perspectiva de una exhibición de su ídolo, al fin y al cabo de eso es de lo que se trata. ¡Vengan a ver cómo el campeón le parte la madre al vago del catorce! Mientras tanto Gisela, la flaquita, desempeña su papel a la perfección, y parada frente a los contendientes, tomándose las manos, nerviosa, pequeña y modosita, promete con la mirada que será para el triunfador.
Amagues, fintas y bailoteo. En el improvisado ring, donde los excitados vecinos delimitan el cuadrilátero, los ex amigos se preparan para la lucha. Veánlos ustedes. El campeón se pone en guardia en el clásico estilo que lo ha hecho famoso, esa guardia impenetrable que ha probado su invulnerabilidad ante los mejores exponentes del boxeo mundial, en la que la izquierda aguarda amartillada para asestar el golpe demoledor que le ha dado tantos éxitos. En cambio su furris adversario se limita a bailotear levantando mucho polvo con sus gruesos zapatones de suela de tractor y rehuyendo una pelea frontal. ¿Quién le dijo que se podía pelear con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, dejando al descubierto las partes vulnerables y mentándole la madre a su oponente de esa manera? El as de los enlonados se dispone a darle una lección de lo que es el boxeo llevado hasta sus más altas posibilidades.
Pero cuando el campeón considera que ha estudiado lo suficiente a su adversario y se lanza en pos de una victoria segura, un perro, probablemente excitado por la gritería, se mete al cuadrilátero interponiéndose entre los rijosos decidido a ser el réferi del combate. Salta y mueve la cola delante del Macuarro, juguetón el perrito de la portera, ¿verdad?, pero le ladra furioso, desconociéndolo, ¡sáquese pinche perro!, al famoso boxeador, que tiene que tirarle dos o tres patadas, entre las carcajadas de los vecinos, para que lo deje en paz.
Bulla, relajo y desmadre. Así no se puede, dice el desconcertado peleador, ya ni la chingan. Este no es un pleito serio, porque cuando él se detiene un momento para tomar aire, buscando el refugio de las cuerdas en su rincón neutral, son las manos de los vecinos las que lo empujan riendo festivamente, los muy ignorantes, para que vuelva al ataque. No hay campana que marque el final del raund ni lo esperan los eficientes séconds para refrescarlo en algún cómodo banquillo. Los potentes reflectores ora sí que brillan por su ausencia, suplidos por estos absurdos farolitos, y además los pies no se apoyan como debieran en esta tierra suelta, y los zapatos, de piel de potrillo canadiense, regalo de una admiradora, se resbalan allí donde la tierra se hizo lodo por el vómito de un borracho. Definitivamente, así no se puede.
El maestrito de los barrios voltea hacia los espectadores para reprocharles su actitud y exigir el final de la pelea, ai que muera, ¿no? Cómo va a poder seguir si cada vez que avanza hacia su rival éste tira patadas, lo escupe y hasta se quita el cinturón, con esa hebillota que tiene, para mantenerlo a raya. Mejor que siga la fiesta.
Ni madres. Imprudencia, descontón y fin de fiesta. El Macuarro ha encontrado su oportunidad. Con total determinación se lanza sobre el descuidado peleador. Cabezazo, patada en los güevos y suelo.
El campeón está tirado y el Macuarro, con la generosidad del triunfador, se abstiene de seguirlo pateando. Pasa un brazo posesivo sobre los hombros de su novia y se retira con ella hacia el fondo del patio. Ah, qué buena onda.
Los vecinos se dispersan comentando el resultado de la pelea, las mamás llaman a sus chamacos y los meten a empujones en sus casas, Don Simón el zapatero invita a sus cuates a seguir la borrachera y se van en busca de sus botellas, la comadre Chentita recoge sus cazuelas y algunos farolitos empiezan a apagarse mientras las voces de los borrachos que van cantando se pierden a lo lejos.
El Albañilito Rodríguez, el fino estilista tepiteño, se levanta del suelo con los ojos vidriosos y sale a tientas del oscuro patio. A su coche le han robado los tapones y el radio, pero llega a tiempo de espantar a un perro que se está meando en una llanta. Antes de arrancar, le echa una última mirada al letrero que está colgado en el zagúan. A ver cuándo me vuelven a invitar.
de El Albañilito Rodríguez, Editorial Universo, México 1980, 1983.

lunes, 6 de abril de 2009

Experta en lenguas

La Malinche revisitada

Marina estudió turismo. Ya saben, uno de esos cursitos chafas guía-edecán-intérprete que imparte cualquier Academia Patito.
Y es que desde chica le atrajo siempre lo extranjero. Las películas gringas, los precios en dólares y las canciones en inglés. Su tirada era colocarse en alguna embajada o consulado o, ya de perdida, como traductora en congresos y simposios. Entre sueños se miraba a sí misma, morena y guapísima, en las fotos de los folletos de propaganda del instituto: muy sonriente, con micrófono y audífonos, rodeada por pura gente interesante, magnates, ejecutivos o diplomáticos, que parecían extasiados por sus explicaciones.
La realidad fue distinta.
Se gastó muchos zapatos taloneando en los lobbys de los hoteles de lujo. Murmuró hasta el cansancio “ailoviu darlin” en distintas camas en las madrugadas. Y por las mañanas siempre se sintió ajada y vieja. Se pescó varias venéreas. Bichitos, diminutos y extranjeros, anidaron por un tiempo en el vello negro entre sus piernas. Sufrió dos tres golpizas, a veces cárcel y ocasionalmente algún aborto.
Al final tuvo un güerito. Un bastardito, gringo a medias, que en cuanto creció la mandó mucho a la chingada.

lunes, 30 de marzo de 2009

Tardecita tequilera

Las grandes historietas mexicanas también son contracultura.



Tardecita tequilera


Era una tarde desabrida y lagañosa cuando salí de mi casa en busca de algo de acción.
El barrio estaba muy rete calmado. La calle, solitaria. El aire olía a frío y a nada. Desde los lánguidos arbotantes bajaba una neblina helada y pegajosa.
Con el cuello de la chamarra levantado y las manos embutidas en los bolsillos me encaminé a la cantina de la esquina silbando una desabrida tonadilla, cuando me topé con doña Borola.
Traía su estola de boas y fumaba un enorme cigarro de papel periódico.
―Qué jais― me saludó al pasar.
Me quedé parado como idiota.
―No estorbe paso― me empujó la negra Eufrosina. Con un bulto de ropa en equilibrio sobre la cabeza jalaba de la oreja a Memín, que me hizo bizcos y extraños gestos al pasar a un lado.
Panza me saludó con su gorra desde la acera de enfrente y un homcabagui casi me atropella al aterrizar en la banqueta.
―Serenidad y paciencia…― me susurró un tipo vestido como hindú.
Entré en la cantinita.
Desde una mesa del fondo, Tsekub alzó su copa y me hizo un guiño. Obviamente saboreaba un cañabar.
Me urgía aventarme un buen trago. Golpeé con los nudillos en la barra. El cantinero, luciendo un gran mostacho, con bombín y traje antiguo, se acercó parsimonioso.
―Quiero un tequilota con un limoncito.
En el acto me sirvieron un tequilita con un limonzote.
―No, lo que yo quiero es un tequilota con un limoncito.
―Es que este es el bar Botellita de Jerez, caballero. Nuestro lema es: “todo lo que diga será al revés”.
Solté una carcajada:
―Ora resulta que el que se va a chingar a su madre soy yo.
De buen humor, me tomé de un trago el tequilita, me despedí con un gesto y me salí chupando mi limonzote.
Afuera la bruma había desaparecido. La ciudad volvía a estar plagada de ruido. Claxonazos, sirenas y mentadas.
Como siempre, olía a humo y meados.

domingo, 29 de marzo de 2009

Pásenle a lo barrido.

Las editoriales comerciales en México permanecen totalmente cerradas a la publicación de cuentos, relatos y poemas. Se rinde un culto obtuso a la sacrosanta novela en su actual papel de gran vendedora. Pero los narradores de corto aliento seguimos existiendo. Y el cuento en México sigue vivito y pateando.

Publicaré aquí algunos de mis cuentos, previa exhumación, de libros hoy olvidados. También los que rescate del limbo de los libros aún por alumbrar.




El último mexicano


—Papá, ¿qué es un mexicano?
El padre mira el folleto distribuido ex profeso.
—Eran gentes extrañas— lee sin entender—, unidas por un destino incierto.
Padre e hijo tratan de abrirse paso entre la multitud apiñada ante la inmensa jaula de cristal. Al fin, logran ubicarse en la primera línea, frente a los amplios ventanales.

—Por lo valioso de este ejemplar— está diciendo el guía— se ha procurado reproducir, lo más fielmente posible, su hábitat.
Dentro de la jaula, un hombre bajito y bigotón, sentado indolentemente en una especie de diván, tañe con desgano una guitarra. A su alcance tiene una botella a la cual da esporádicos sorbitos.
—Debido a la naturaleza reflejante de los cristales —sigue diciendo el guía—, el espécimen no puede vernos. Esto es para favorecer a su aislamiento. Aunque hemos notado, y ustedes se darán cuenta— el guía se permite una sonrisa maliciosa—, de que él sabe que estamos aquí.
El hombre deja a un lado la guitarra y da un gran trago a su botella. Una lágrima desciende con naturalidad por su mejilla.
—Lo que ven al fondo de su jaula— continúa el guía su perorata— es un retablo en honor de Guadalupe, una deidad mayor a quien los mexicanos adoraban. Pero además se especula sobre una cierta abstracción llamada “El Peso”, que también era muy venerada.
El hombre se incorpora de repente y, acercándose al ventanal, hace extraños gestos y ademanes.
—¡Hoy estamos de suerte!— exclama muy sonriente el guía—. Eso que acaban de admirar es un rito ofensivo. Según los estudiosos, el ademán con el brazo es una mentada y las señas de la mano quieren decir: ¡mocos, gueyes!— El guía se encoge de hombros— Conocemos su simbolismo, pero no su significado.
En el interior, el hombre vuelve a tumbarse en el diván y ataca, sediento, su botella.
—La bebida que consume— acota de inmediato el guía— es un líquido espirituoso llamado tequila al que, para quitar sus efectos perniciosos, se le han adicionado, sin afectar su sabor, los nutrientes necesarios para la subsistencia del sujeto. Además, cotidianamente se le ofrecen diversos alimentos consistentes en maíz y chdile que, como es sabido, constituían la dieta de su raza.
Adentro, el hombre, al fin, permanece quieto con los ojos vidriosos y la mirada perdida.
—Y eso es todo por esta presentación— concluye engolado el guía.
La multitud comienza a dispersarse.

—Papá— pregunta entonces el hijo—, ¿por qué todos los ejemplares están en parejas o grupos y a éste lo tienen solito?
El padre busca presuroso en su folleto.
—No te preocupes, hijito— interviene diligente el guía—. A fin de cuentas los mexicanos siempre vivieron solos.

del libro de relatos, aún inédito, Apocalipsis light.

Uno hiperbreve

La punta de la madeja Cuando ella descubrió su primera cana quiso arrancarla de un tirón, pero como el odioso pelo blanco se prolonga...