SIN
QUERER QUERIENDO
...
es necesario ligar a esta lucha
con
determinados intereses de
la
vida cotidiana...
V.I.
Lenin.
a)
diversión
-Buenas. ¿Esta
Pedro?
No, está sobrio,
me autovacilo mentalmente.
-Sí, que pases y
lo esperes.
Entro en la salita
y me siento en un sillón que tiene los resortes de fuera. Cuídanos Virgencita
dice el cuadro sobre la repisa con una veladora grandota que echa mucho humo.
En la mesa encuentro un Memín y me
pongo a leerlo. Me cae en gracia el pinche negrito con sus tenis agujerados,
aunque a veces es bien mamón.
Cuando estoy más
entrado con el cuento, llega Pedro y me da un manotazo en la espalda.
-Ya estuvo mano.
Te lo conseguí.
-Qué suave (parece
que el cabrón está más entusiasmado que yo). Y cuándo empiezo.
-Pues mañana
mismo. Pero ya sabes que hay que llegar tempranito, porque pasando las siete no
se vale checar...
-Qué gacho (no voy
a poder desvelarme en las pachangas).
-...Y tienes que
irte a la peluquería, porque ahí no te dejan andar con greña...
-Ya, pos qué
ojetes (cómo friegan con lo del pelo).
-...Ya ves cómo
son esos pinches gringos, pero lo bueno es que te dan uniforme dos veces al año
y Seguro Social.
Se ve que tiene
ganas de animarme...
-...Y hasta están
haciendo un campito de futbol.
... pero como nota
mi cara seria mejor se calla.
Entonces me
levanto y le doy las gracias.
-Ni modo mano,
desde mañana a joderse –me dice cuando me despido-. Y no se te olvide ir a
pelarte –me grita todavía desde la puerta.
b)
conversión:
Me voy tratando de
recordar aquella onda de la libertad que nos enseñaban en la escuela, pero de
todos modos al pasar frente a la peluquería me busco en los bolsillos y saco
mis diez últimos pesos, un billete mugroso y arrugado, y entro diciéndoles
adiós a las cervecitas de esta noche.
Mientras caen los primeros mechones,
pienso en cómo castran a los toros en los ranchos. Aunque cuando el peluquero
dice: servido joven y me pone un espejo enfrente, no aguanto la risa: qué
pinches orejotas tengo.
Al salir de allí ya es de noche.
Quisiera ir con los cuates de la cuadra, pero pensando en la levantada de
mañana, mejor me voy a mi casa. Al fin que ya ni traigo dinero.
Paso junto a la barda pintada con
tres colores que dice: la permanencia de las instituciones alienta la confianza
en el gobierno; y después de voltear a todos lados a ver si no viene alguien,
me meo. Ya me andaba. Sintiéndome aliviado, camino con confianza por las calles
oscuras: ya estoy en mi territorio. Aunque hay muchos grupitos de chavos en las
esquinas, chupando o tronándoselas, todos me conocen y no se meten conmigo. Ya
saben que yo también soy de la broza.
Cerca de mi casa encuentro a Susi.
De seguro va al pan. Cuando pasa a mi lado, se burla: ¿qué, te agarró la
julia?, y sigue sin detenerse meneando mucho las nalgas. No se me ocurre
contestarle nada, nomás me paso la mano por el cabello y me quedo sonriendo
como idiota mientras la miro alejarse. Qué buena se está poniendo.
Entro en mi casa y mi mamá se
asombra de verme ahí tan temprano. Le da gusto que me haya cortado el pelo,
pero se alegra todavía más cuando le cuento del trabajo. Le digo que tengo
hambre y se mete a la cocina y hasta me prepara los frijoles chinitos que tanto
me gustan. No, si esto de volverse un hombre serio tiene sus ventajas.
c)
aversión
Lo más cabrón es
levantarme. Parece que me acabo de acostar cuanto ya está mi jefa despertándome
porque se me hace tarde. Y aunque son más de las seis, todavía ni amanece.
Dejo, sin ganas, la cama calientita
y me voy sin desayunar. A esta hora qué hambre voy a tener. Y luego en la calle
qué frío hace, y los camiones tan llenos que van. Nunca me hubiera imaginado
que anduviera tanta gente en la calle tan temprano. Todos estos años viví en la
gloria sin darme cuenta, en la pura güeva.
Por eso llego a la fábrica bien
encaputado nomás de pensar en todo lo que acabo de perder. Y yo creo que se me
nota, porque cuando Pedro me ve, también se pone serio y no empieza con sus
bromas. Me lleva con uno al que le dicen el sobrestante y se va luego a su
trabajo. A mí me mandan que al Departamento de Embarques y me dan
instrucciones: tengo que ponerles un sello a las cajas que van saliendo por una
banda y luego ayudar a cargarlas en los camiones que esperan.
Como al principio me lo tomo con
calma y las cajas comienzan a amontonárseme, el dichoso sobrestante no deja de
estar fregando, que apúrese joven, que qué pasó con ese camión de la puerta
tres, y los compañeros de la cuadrilla empiezan a impacientarse. Así que me
tengo que fletar más duro con la cargadera, y total que para la hora de la
comida no puedo ni enderezar el lomo.
Suena el silbato y salimos en bola
porque nomás nos dan media hora para comer. Casi todos van y se meten en las
fonditas que hay alrededor de la fábrica, pero yo no traigo ni un quinto y el
méndigo de Pedro no se aparece a invitarme. Lo bueno es que a mi jefecita se le
ocurrió echarme mi lonche: una torta con los frijoles de anoche y un plátano.
Mientras como, sentado en la
banqueta y sintiendo el dolor en la cintura, me doy cuenta de que no voy a
poder aguantar en esta chamba. Nomás de pensar en que tengo que hacer este
trabajo ocho horas diarias hasta se me va el hambre. Entonces me decido y
preparo un plan: voy a hacer que me corran.
d)
Subversión
Cuando entramos me
hago guaje con las cajas más chiquitas y comienzo a rezongar, tratando de que
todos me oigan. Algunos compañeros se acercan y me reclaman: ora chavo, no te
hagas pendejo que nos van a castigar, pero yo: no, ¡qué pinche trabajo!, que
parecemos burros y todo por un mugre sueldo mínimo, y muchos cuates curiosos se
acercan a ver qué pasa y yo me empiezo a sugestionar y sigo échele y échele:
porque todavía si los dueños fueran mexicanos, pero no, son gringos y hasta se
llevan la feria del país, y de repente ya no estoy actuando y soy sincero y me
creo lo que estoy diciendo: ¡que nos están jodiendo!, y parece que los demás
también, porque las máquinas empiezan a pararse y se hace una bolota de gente a
mi alrededor. Y cuando estoy gritando más fuerte y todos apoyan en silencio lo
que digo de los ricachones que le están chupando la sangre al pueblo, llega el
sobrestante y dice que estoy despedido, que pase a la caja a que me liquiden. Y
desde las oficinas, al fondo de la fábrica, alguien bien vestido me mira a
través de las cortinas.
En ese momento vuelvo a la realidad
y me bajo de la mesa a la que me había subido sin darme cuenta. Y apenas
empiezo a caminar rumbo a la salida, cuando se suelta una gritería: ¡que no se
vaya, que es un abuso, que no hay derecho!, y entre ellos está Pedro que no
grita, nada más me ve con los ojos bien abiertos, como si no entendiera nada.
En medio del relajo, el sobrestante sale corriendo asustado hacia la oficina, y
por los altavoces se oye que alguien dice: el señor puede quedarse, por favor
vuelvan a su trabajo.
Todos gritan y aplauden y me dan
palmadas en la espalda. Y mientras me felicitan yo miro el cerro de cajas
amontonadas. Qué chinga me pararon.
Gustavo
Masso
(El Albañilito
Rodríguez, Editorial Universo)